Este Domingo, 1 de noviembre de 2015, se celebra en la Liturgia de la Iglesia la Solemnidad de «Todos los Santos». Por tanto, ofrecemos el texto del Evangelio que será proclamado este Domingo y en esta Solemnidad: se trata, nada menos, que de las Bienaventuranzas. Posteriormente proponemos leer un comentario de San Bernardo, Abad. Y, finalmente, animamos a todos a rezar con un hermoso Himno de la Liturgia de las Horas.
Del Evangelio según San Mateo (Mt 5,1-12a)
Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo
«En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles:
-“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra.
Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados.
Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados.
Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán ‘los Hijos de Dios’.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Palabra del Señor.
Comentario de San Bernardo, Abad
San Bernardo (1090-1153), Abad y Doctor de la Iglesia, nació en Fontaines, cerca de Dijon (Borgoña). Su familia es conocida como “la familia que alcanzó a Cristo”, dado que, excepto su padre, los demás miembros de la familia alcanzaron el honor de los altares. Después de meditar mucho sobre su vocación, en el año 1113 decidió hacerse monje cisterciense. Tres años más tarde, fue enviado a abrir una nueva abadía en Claraval, en la Campagne. Bernardo es ordenado Sacerdote e instituido Abad. Posteriormente, fundó varios monasterios por toda Europa, por lo que la reforma cisterciense conoció una extraordinaria expansión. Se dice que las familias le tenían cierto temor porque cuando iba a una ciudad a predicar, arrastraba tras de sí a los jóvenes que le escuchaban, quienes finalmente optaban por la vida de consagración a Dios. Realizó una intensa actividad por toda Europa con su predicación. En 1145 fue elegido Papa Eugenio III, que era discípulo suyo; y se conservan las preciosas consideraciones y consejos que le escribe sobre cómo ejercer el pontificado. Su gran obra teológica, espiritual y mística le ha valido el título de Doctor de la Iglesia, por lo que es conocido en la historia como el «Doctor Melifluo».
De San Bernardo de Claraval traemos aquí, entonces, un extracto de un Sermón suyo sobre esta Solemnidad de «Todos los Santos». Este texto está recogido como «Segunda Lectura» en el Oficio de Lectura de la «Liturgia de las Horas» de esta misma Solemnidad.
Apresurémonos hacia los hermanos que nos esperan

Todos los Santos (Fra Angélico).
«¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación, esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo.
El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores, con el coro de las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.
Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria.
El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos es que, como a ellos, también a nosotros se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. Teniendo a aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos, debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura que sea de honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y entonces ya no se anunciará su muerte, para recordarnos que también nosotros estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará la cabeza gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza, que es él.
Deseemos, pues, esta gloria con un afán seguro y total. Mas, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a tan gran felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas».
(San Bernardo, Abad, Sermón 2: Opera Omnia, edición cisterciense, 5 [1968], 364-368).
Himno litúrgico
Finalmente, podemos orar con este hermoso Himno de la Liturgia de las Horas, pidiendo la inestimable intercesión de todos los Santos ante Dios nuestro Señor. Éste es precisamente el Himno de la oración de Laudes de esta misma solemnidad que hoy celebramos.
«Patriarcas que fuisteis la semilla
del árbol de la fe en siglos remotos,
al vencedor divino de la muerte,
rogadle por nosotros.
Profetas que rasgasteis inspirados
del porvenir el velo misterioso,
al que sacó la luz de las tinieblas,
rogadle por nosotros.
Almas cándidas, santos Inocentes,
que aumentáis de los ángeles el coro,
al que llamó a los niños a su lado,
rogadle por nosotros.
Apóstoles que echasteis en el mundo
de la Iglesia el cimiento poderoso,
al que es de la verdad depositario,
rogadle por nosotros.
Mártires que ganasteis vuestra palma
en la arena del circo, en sangre rojo,
al que os dio fortaleza en los combates,
rogadle por nosotros.
Vírgenes, semejantes a azucenas
que el verano vistió de nieve y oro,
al que es fuente de vida y hermosura,
rogadle por nosotros.
Monjes que de la vida en el combate
pedisteis paz al claustro silencioso,
al que es iris de calma en las tormentas,
rogadle por nosotros.
Doctores cuyas plumas nos legaron
de virtud y saber rico tesoro,
al que es caudal de ciencia inextinguible,
rogadle por nosotros.
Soldados del ejército de Cristo,
santas y santos todos,
rogadle que perdone nuestras culpas
a aquel que vive y reina entre nosotros. Amén».
(«Himno litúrgico», de Laudes de la Solemnidad de «Todos los Santos»).