El lunes 2 de noviembre celebramos, en la Liturgia de la Iglesia, la «Conmemoración de todos los fieles difuntos», justo al día siguiente de la Solemnidad de «Todos los Santos». Nos parecía oportuno traer también aquí, para la meditación personal, un texto precioso de San Ambrosio, Obispo. Y también, para la meditación personal, pondremos finalmente un hermoso Soneto del conocido Sacerdote José Luís Martín Descalzo.
San Ambrosio, Obispo

Imagen más antigua de San Ambrosio de Milán (un mosaico del Siglo V).
San Ambrosio (339-397), Obispo y Doctor de la Iglesia, nació en Tréveris, en el seno de una rica familia romana. Estudió gramática y retórica y trabajó como abogado de la prefectura. Más tarde, gobernó las provincias de Liguria y Emilia, con sede en Milán, gobierno en el que destacó por su justicia y ecuanimidad. A la muerte del Obispo de esta ciudad, Ambrosio fue elegido Obispo. Al no estar aún bautizado, la elección en principio no era canónica, excusa de la que se sirvió el mismo Ambrosio para esquivarla. Sin embargo, el mismo emperador la aceptó y animó a Ambrosio a aceptarla también. Recibió el Bautismo y pocos días después fue consagrado Obispo. Consciente de su poca preparación se dedicó a estudiar la Sagrada Escritura y los Padres de la Iglesia anteriores a él. De su estudio surgía una predicación extraordinaria. Acogía paternalmente a todo el que acudía a él. Legó a la Iglesia todos sus bienes, y vivió de forma extremadamente austera. Defensor de los pobres y de los oprimidos, llegó a vender los vasos sagrados para rescatar a los prisioneros hechos por los bárbaros. Tuvo una intensa actividad en favor de la Iglesia y en bien del imperio, siempre mediando por la paz y el bien de todos, especialmente de los pobres. Evitó guerras y tumultos. Cuando el emperador Teodosio, que tenía al Obispo en gran consideración, masacró en una contienda a la gente de Tesalónica, el Obispo Ambrosio lo denunció y amonestó hasta el punto de obligarle a hacer penitencia pública. Por otro lado, Ambrosio fue un gran escritor eclesiástico, testigo de la más genuina tradición de la Iglesia, por lo que es considerado uno de los cuatro grandes doctores de la Iglesia en Occidente. Pasará a la historia, además, por haber convertido con su predicación a San Agustín, a quien también bautizó.
Con motivo de la muerte de su hermano, San Ambrosio escribió una hermosa obra, emotiva y profunda, en la que reflexiona, entre otras cosas, sobre la realidad de la muerte y la resurrección. De esta obra taremos aquí un extracto, que, por otro lado, también está recogido como “Segunda Lectura” en el Oficio de Lectura de la «Liturgia de las Horas» de esta misma Conmemoración.
Muramos con Cristo, y viviremos con él
«Vemos que la muerte es una ganancia, y la vida un sufrimiento. Por esto, dice san Pablo: Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con él, y viviremos con él.
En cierto modo, debemos irnos acostumbrando y disponiendo a morir, por este esfuerzo cotidiano, que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo, que es como irla sacando fuera del mismo para colocarla en un lugar elevado, donde no puedan alcanzarla ni pegarse a ella los deseos terrenales, lo cual viene a ser como una imagen de la muerte, que nos evitará el castigo de la muerte. Porque la ley de la carne está en oposición a la ley del espíritu e induce a ésta a la ley del error. ¿Qué remedio hay para esto? ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.
Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo presa de la muerte es nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo, para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes busquemos con preferencia los dones de la gracia.
¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos.
Hemos recibido el signo sacramental de su muerte, anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos reunimos para ofrecer la Eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo.
¿Qué más podremos decir de su muerte, si el ejemplo de Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto, no debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación para todos; no debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni tuvo en menos el sufrirla.
Además, la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como remedio. En efecto, la vida del hombre, condenada, por culpa del pecado, a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia.
Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la cítara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, ¡oh Rey de los siglos! ¿Quién no temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, porque vendrán todas las naciones y se postrarán en tu acatamiento; y también para contemplar, Jesús, tu boda mística, cuando la esposa en medio de la aclamación de todos, será transportada de la tierra al cielo —a ti acude todo mortal—, libre ya de las ataduras de este mundo y unida al espíritu.
Este deseo expresaba, con especial vehemencia, el salmista, cuando decía: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor».
(San Ambrosio, Obispo, Del libro sobre la muerte de su hermano Sátiro, 2,40.41.46.47.132.133).
Soneto del Sacerdote José Luís Martín Descalzo

José Luís Martín Descalzo, Sacerdote (1930-1991).
Muchos recordarán al Sacerdote español José Luís Martín Descalzo (1930-1991), sobre todo, porque presentó durante muchos años el programa de televisión «Pueblo de Dios» en las mañanas de los domingos. Además de Sacerdote, fue periodista y escritor, y ha dejado una importante obra literaria. Escribe con fluidez, con lenguaje sencillo y, a la vez, con gran profundidad. Quienes leen sus obras se llenan, sin duda, de una profunda espiritualidad cristiana. Aconsejamos leerle. Merece la pena. Durante sus últimos años de vida padeció una larga enfermedad, y todo lo que publicó en esta etapa rebosa, si cabe, de mayor esperanza cristiana. Dos meses antes de morir, vio la luz el último de sus libros, Testamento del pájaro solitario, de donde traemos aquí un hermoso y conocido soneto suyo, en el que reflexiona sobre su propia muerte. Es muy bonito. También a nosotros, creyentes en Cristo resucitado, en la inmortalidad del alma y en la resurrección futura de los muertos, nos puede hacer bien meditar con este precioso soneto.
«Morir sólo es morir, morir se acaba»
«Y entonces vio la luz. La luz que entraba
por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas ni espejos;
descansar de vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura».
(José Luís Martín Descalzo, Soneto publicado en su libro Testamento del pájaro solitario).