Hoy, 21 de junio, celebramos la fiesta de San Luís Gonzaga, Patrón de los jóvenes cristianos. Con tan sólo 23 años de vida en la tierra, este apasionado de Jesucristo fue otro Santo de la caridad. Nació el 7 de marzo de 1568 en Castiglione delle Stiviere (Italia). Era el primogénito de los Príncipes de Castiglione, pertenecientes a la corte de Felipe II y de la reina Isabel de Valois. Recibe la Primera Comunión de manos de San Carlos Borromeo. Fue educado en Florencia (con los Médicis), Mantua y Madrid (en la corte de Felipe II). Su infancia transcurrió entre la nobleza y la corte. Fue preparado para heredar los títulos nobiliarios y para administrar las posesiones de su familia, para lo que dio muestras de tener sobradamente las cualidades necesarias. Sin embargo, a Luís no le llenaba nada ese tipo de vida.
Bajo los cuidados de su madre, a la que amaba profundamente, había aprendido a amar a Dios y a acoger su voluntad, quien lo quería para sí. Ya a los diez años de edad, en Florencia, se había ofrecido a Dios e hizo voto de castidad. Cada vez le parecía más fútil y vacío el mundo de lujo y apariencias que le rodeaba. Poco a poco fue madurando en él la llamada que Cristo le hacía a su seguimiento. Era un joven de oración profunda e incesante. No le fue nada fácil llevar adelante su decisión: sobre todo, su padre se oponía fuertemente. Pero, finalmente, abdicó el Principado de Mantua (del que era heredero) en favor de su hermano Rodolfo, e ingresó en la Compañía de Jesús, fundada poco tiempo atrás por San Ignacio de Loyola. Fue enviado a Roma a realizar los estudios de filosofía y teología. En la primavera de 1591 estalla una epidemia de peste en Roma, y él se ofrece con fortaleza y sin límites a asistir a los innumerables enfermos de esta epidemia. Con incansable caridad, busca, se acerca, cura y lleva entre sus brazos a los pobres apestados. Fruto de esta entrega ilimitada de caridad, Luís cae enfermo de un rápido y creciente agotamiento orgánico y muere el 21 de junio de 1591. Fue Beatificado en 1605, todavía en vida de su madre, y fue Canonizado en 1726.
Estando ya gravemente enfermo, y antes de morir, escribe una carta a su madre, en la que se puede ver la grandeza de su alma y su verdadera altura de fe. Una carta verdaderamente emotiva, que forma parte del «Oficio de Lectura» de la Liturgia de las Horas de su fiesta litúrgica. Animamos a todos a leerla: nos lo agradecerán. He aquí la carta:
«Pido para ti, ilustre señora, que goces siempre de la gracia y del consuelo del Espíritu Santo. Al llegar tu carta, me encuentro todavía en esta región de los muertos. Pero un día u otro ha de llegar el momento de volar al cielo, para alabar al Dios eterno en la tierra de los que viven. Yo esperaba poco ha que habría realizado ya este viaje antes de ahora. Si la caridad consiste, como dice San Pablo, en estar alegres con los que ríen y llorar con los que lloran, ha de ser inmensa tu alegría, madre ilustre, al pensar que Dios me llama a la verdadera alegría, que pronto poseeré con la seguridad de no perderla jamás.
Te he de confesar, ilustre señora, que, al sumergir mi pensamiento en la consideración de la divina bondad, que es como un mar sin fondo ni litoral, no me siento digno de su inmensidad, ya que él, a cambio de un trabajo tan breve y exiguo, me invita al descanso eterno y me llama desde el cielo a la suprema felicidad, que con tanta negligencia he buscado, y me promete el premio de unas lágrimas, que tan parcamente he derramado.
Considéralo una y otra vez, ilustre señora, y guárdate de menospreciar esta infinita benignidad de Dios, que es lo que harías si lloraras como muerto al que vive en la presencia de Dios y que, con su intercesión, puede ayudarte en tus asuntos mucho más que cuando vivía en este mundo. Esta separación no será muy larga; volveremos a encontrarnos en el cielo, y todos juntos, unidos a nuestro Salvador, lo alabaremos con toda la fuerza de nuestro espíritu y cantaremos eternamente sus misericordias, gozando de una felicidad sin fin. Al morir, nos quita lo que antes nos había prestado, con el solo fin de guardarlo en un lugar más inmune y seguro, y para enriquecernos con unos bienes que superan nuestros deseos.
Todo esto lo digo solamente para expresar mi deseo de que tú, ilustre señora, así como los demás miembros de mi familia, consideréis mi partida de este mundo como un motivo de gozo, y para que no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar este mar hasta llegar a la orilla en donde tengo puestas todas mis esperanzas. Así te escribo, porque estoy convencido de que ésta es la mejor manera de demostrarte el amor y respeto que te debo como hijo».
(San Luís Gonzaga, siglo XVI, Carta dirigida a su madre).

Altar y sepulcro de San Luís Gonzaga en la bella iglesia de San Ignacio de Loyola en Roma.
Finalmente, felicitamos a todos los que llevan el nombre de Luís o Luisa. Por ellos y por todos rezamos con la hermosa oración que la Liturgia de la Iglesia dirige a Dios en este día de su fiesta: «Señor, Dios, dispensador de los dones celestiales, que has querido juntar en San Luís Gonzaga una admirable inocencia de vida y un austero espíritu de penitencia, concédenos, por su intercesión, que, si no hemos sabido imitarle en su vida inocente, sigamos fielmente sus ejemplos en la penitencia». Amén.