Este Domingo 7 de junio de 2015 celebramos, en la Liturgia de la Iglesia, la gran Solemnidad del «Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo» (la Solemnidad del «Corpus Christi»). Con este motivo, queremos aportar aquí nuestro modesto homenaje a nuestro Señor Jesucristo, realmente presente en el Sacramento de la Eucaristía, con unos pocos testimonios de los Santos Padres de la Iglesia en los que tratan de este inefable misterio eucarístico. Como es obvio, el hontanar de las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, de la oración de la Liturgia, de las reflexiones de los teólogos, de los escritos y testimonios de los santos, místicos, etc., acerca de la Eucaristía es ciertamente inabarcable. Sea esta pequeñísima selección como una alabanza de fe y de amor al que aclamamos siempre: «¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar; sea por siempre bendito y alabado!»
San Justino, mártir
Comenzamos con San Justino, nacido a comienzos del siglo II en Palestina, de familia pagana. Filósofo, intelectual, profesor, abrió una escuela en Roma donde mantenía discusiones públicas, según costumbre de la época. Muy cercano en el tiempo a los Apóstoles, se convirtió a la fe cristiana, la cual defendió con su saber y con su elocuencia, con su voz y con sus escritos, en una época de atroces persecuciones contra los cristianos. Murió mártir en la persecución llevada a cabo por el emperador romano Marco Aurelio en el año 165. De sus escritos en defensa de los cristianos nos han llegado dos Apologías escritas hacia el año 155, dirigidas al emperador Antonino Pío (138-161), para explicarle lo que hacen los cristianos. En una de ellas nos deja una descripción que para nosotros resulta muy emocionante, ya que expone las grandes líneas de desarrollo de la celebración de la Eucaristía, las cuales permanecen invariables hasta el día de hoy. Nos hemos permitido intercalar en el texto, entre corchetes y en color verde, la correspondencia con los nombres o elementos de la celebración actual de la Misa:
«El día que se llama día del sol [hoy: Domingo] tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo.
Se leen las memorias de los Apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible [Liturgia de la Palabra: Lecturas de la Palabra de Dios].
Cuando el lector ha terminado, el que preside [Obispo, Presbítero] toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas [Homilía].
Luego nos levantamos todos juntos y oramos por nosotros […] y por todos los demás dondequiera que estén, […] a fin de que seamos hallados justos en nuestra vida y nuestras acciones y seamos fieles a los mandamientos para alcanzar así la salvación eterna [Oración de los fieles].
Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros [signo de la paz].
Luego se lleva al que preside a los hermanos pan y una copa de agua y de vino mezclados [Ofertorio].
El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias (en griego: eucharistian) largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones [Plegaria eucarística, que incluye el Prefacio y la Consagración].
Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias, todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén.
[…] Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua “eucaristizados” [Consagrados] y los llevan a los ausentes».
También deja constancia de cómo, desde el principio, junto con el pan y el vino para la Eucaristía, los cristianos presentaban también sus dones para compartirlos con los que tienen necesidad. Lo que hoy llamamos “colecta”:
«Los que son ricos y lo desean, cada uno según lo que se ha impuesto; lo que es recogido es entregado al que preside, y él atiende a los huérfanos y viudas, a los que la enfermedad u otra causa priva de recursos, los presos, los inmigrantes y, en una palabra, socorre a todos los que están en necesidad».
También expone el nombre de este Sacramento y las condiciones para poder recibirlo en la Comunión:
«[…] llamamos a este alimento Eucaristía y nadie puede tomar parte en él si no cree en la verdad de lo que se enseña entre nosotros [Fe], si no ha recibido el baño para el perdón de los pecados y el nuevo nacimiento [Bautismo, y Penitencia], y si no vive según los preceptos de Cristo [vida moral coherente con la fe y los mandamientos]».
(San Justino, «Apologia prima pro christianis ad Antoninum Pium», 1, 65-67).
San Cirilo de Jerusalén
De San Cirilo, Obispo de Jerusalén en el siglo IV, nos han llegado sus famosas Catequesis, en las que desarrolla de forma sistemática el contenido de la fe cristiana. ¡Son una verdadera delicia! En las últimas cinco de ellas, llamadas mistagógicas, comenta los ritos sacramentales de la Iniciación cristiana. Y en la 5ª, dedicada a la Eucaristía, comenta también el valor y la importancia de aplicar la Eucaristía por los vivos y por los difuntos:
«A continuación (en la Anáfora) oramos por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima […]. Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores…, presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres».
(San Cirilo de Jerusalén, «Catecheses mistagogicae», 5, 9-10).
San Ambrosio de Milán
Otro de los grandes Santos Padres de la Iglesia en Occidente es San Ambrosio, Obispo de Milán en el siglo IV. Tuvo mucho que ver en la conversión de San Agustín, y de hecho fue quien lo bautizó cuando éste contaba 30 años de edad. De él citamos un texto en el que resalta la importancia de participar con la mayor frecuencia posible en la Eucaristía, y de recibir frecuentemente la Sagrada Comunión, como remedio contra el pecado:
«Cada vez que lo recibimos, anunciamos la muerte del Señor (cf. 1 Co 11,26). Si anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Si cada vez que su Sangre es derramada, lo es para el perdón de los pecados, debo recibirle siempre, para que siempre me perdone los pecados. Yo que peco siempre, debo tener siempre un remedio».
(San Ambrosio, «De sacramentis», 4, 28).
San Agustín
No podía faltar el gran San Agustín entre estos testimonios que hemos escogido. Filósofo, teólogo, maestro de retórica, uno de los grandes pensadores de la historia de la humanidad, escritor prolífico de inusitada profundidad y rotundidad en sus argumentaciones. Obispo de Hipona entre los siglos IV-V. De entre lo mucho que de él podríamos citar, escogemos dos testimonios (uno de su obra magna «La ciudad de Dios», otro de un sermón) en los que muestra la imbricación indisoluble entre Eucaristía e Iglesia, entre Eucaristía y la asamblea de todos los cristianos (extendida en el espacio y el tiempo):
«Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal […] por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza […]. Tal es el sacrificio de los cristianos: “siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo de Cristo” (Rm 12,5). Y este sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma».
(San Agustín, «De civitate Dei», 10, 6).
«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “amén” [es decir, “sí”, “es verdad”] a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el Cuerpo de Cristo”, y respondes “amén”. Por tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero».
(San Agustín, Extracto del Sermón 272).
El gran San Agustín será quien resuma bellamente la tríada indisoluble Eucaristía-Iglesia-caridad al hablar del memorial del Señor como «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor».
(San Agustín, «In Ioannis Evangelium Tractatus», 26, 6, 13) (SC 47).

Custodia de plata de la S. I. Catedral de Murcia.
San Ignacio de Antioquía (discípulo directo de los Apóstoles San Juan y San Pablo, segundo sucesor de San Pedro como Obispo en esta ciudad, que lo fue entre los siglos I-II, y uno de los «Padres Apostólicos»), habló de la Eucaristía diciendo que «partimos un mismo pan […], que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre» («Carta a los Efesios», 20, 2).
En la Liturgia de las Horas, la Antífona del «Magníficat» de las II Vísperas de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, recoge una antigua aclamación de la Iglesia respecto a la Eucaristía resumiendo así su misterio: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llene de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!».

Custodia de plata de la S. I. Catedral de Murcia.
Valga esta pequeñísima selección de testimonios patrísticos, escogidos de entre la inmensidad inabarcable de testimonios y reflexiones teológicas y espirituales referentes al misterio de la Eucaristía, como un homenaje, aunque muy modesto, al Señor Jesús que, por un amor inefable hacia nosotros, ha querido quedarse y está presente realmente entre nosotros en la Sagrada Eucaristía. Podemos pedirle, finalmente, que lo recibamos con la humildad, adoración y limpieza de corazón que él se merece por nuestra parte. Podemos hacerlo con esta hermosa oración de la Liturgia de San Juan Crisóstomo (Patriarca de Constantinopla entre los siglos IV-V), en la que los fieles responden: «A tomar parte en tu cena sacramental invítame hoy, Hijo de Dios: no revelaré a tus enemigos el misterio, no te daré el beso de Judas; antes bien como el ladrón te reconozco y te suplico: ¡Acuérdate de mí, Señor, en tu Reino!».